"La antigua y dura tarea de cosechar maiz a mano"
Por
Ayelén Tarditi Barra
Instituto Adelia María
Adelia María. Provincia de Córdoba
Este texto mereció el Tercer Premio
en el Concurso Rincón Gaucho en la Escuela, por el nivel
Polimodal
Año 2007
Si
retrocedemos en el tiempo cinco décadas, comprobaremos
el avance de la tecnología, tanto en el sector agropecuario
como en otros
.
Si observáramos las escenas de la cosecha del maíz
en la actual campaña agrícola, con modernas máquinas
que agilizan el trabajo, y las comparáramos con las que
circulaban por el campo medio siglo atrás, veremos que
antes había mayor ocupación en el ámbito
rural y notaremos un gran cambio en la vida social.
El maíz, en aquellos tiempos, era el cereal que más
hectáreas cubría en la Argentina. Se cultivaba principalmente
en Santa Fe, Buenos Aires y Córdoba. Familias enteras participaban
de la recolección. La mayoría de ellas provenía
de las provincias de San Luís y Córdoba.
Esta era una vida bastante sacrificada. Todos hacían un
esfuerzo de gran magnitud. Las jornadas se extendían de
sol a sol, de abril a agosto. En esos crudos inviernos, las espigas
se congelaban durante la madrugada y dañaban las manos
de los juntadores.
Ya a principios de abril, las zonas agrícolas se preparaban
para la llegada de los juntadores de maíz, que serían
contratados para la cosecha. Cada uno llevaba ropa, utensilios
de cocina, y cobijas. Todos tenían, además, su maleta
para colocar las espigas. Esto era, en verdad, un cilindro de
lona en cuya parte inferior se ponía cuero para que resbalara
con más facilidad por los surcos.
Las espigas estaban a la altura de las manos. Una vez cortadas
y, antes de colocarlas en la maleta, el juntador las separaba
de la cubierta de chala con una aguja (punta de acero y mango
de cuero).
En el lote se ubicaban unas bolsas rastrojeras de yute, con hilado
muy grueso, donde los juntadores vaciaban sus maletas. Cuantas
más bolsas se llenaran mayor sería la ganancia,
por eso muchos recolectores trabajaban toda la semana, incluso
el domingo.
Para proteger la ropa, que se desgastaba mucho, se compraban una
lona y se cubrían de la cintura a los pies (la sujetaban
al cuerpo con un cordón, le hacían un corte vertical
a la mitad y la cocían casi al llegar abajo, para aferrarla
a las piernas).
Cuando se llenaba la bolsa rastrojera venía el colono (dueño
del cereal) con una chata a caballo, que en realidad, era un carro
tirado por caballos, con un guinche que levantaba las bolsas.
La producción terminaba almacenada en el silo o troja.
La troja era de alambre y caña con un palo alto al costado.
Vaciaban de una bolsa por vez en un carrito que se elevaba por
el cable de troja, sostenido por el palo. Cuando el carro encontraba
su altura máxima, una cuerda tensaba la compuerta inferior
del carro hasta abrirla y caían las espigas dentro del
silo. En tanto, en el otro extremo del silo, un caballo subía
y bajaba el carro. Cuando todas las espigas habían caído,
el animal giraba sobre su recorrido y al volver permitía
que el carro bajara. Después se acomodaba para subir otra
bolsa.
Cuando el juntador era contratado, el colono le asignaba un lugar
para que viviera, que podía ser el galpón de la
chacra, o le facilitaba dos o tres chapas para que se construyera
una vivienda precaria, que ellos denominaban carpa. Con cañas
y chalas levantaban las paredes y el piso, de tierra, era cavado
unos cincuenta centímetros. Con bolsas rastrojeras y también
chalas hacían sus camas. La cocina era un fogón
en el patio, donde se ubicaban los enseres y se tendía
la ropa.
La mayoría de las veces, el colono le proveía de
agua y alimentos y en caso de que los niños estuvieran
enfermos les facilitaba medicamentos o los llevaba al médico.
Este trabajo, que dio sustento a miles de familias, empezó
a quedar en el paso en la década del cincuenta, a medida
que los adelantos tecnológicos ganaban terreno en las rutinas
productivas.